Alguna vez pregunté en Twitter cuál era la necesidad de hacer juicios sobre el físico de las mujeres y reducirlas solo a eso, a su apariencia. Qué no me dijeron. Me llovieron insultos, amenazas y no pararon de decirme Feminazi.
No soy la única ni primera mujer que por defender la igualdad de las mujeres la comparan con los nazis. Nos toca decirlo y repetirlo una y otra vez: el feminismo no es someter a nadie. El feminismo no es más que la búsqueda de la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. ¿Y quién no quiere o no le interesa que las mujeres podamos desarrollar nuestro potencial por fuera de lo que nos imponen las normas sociales? Feminazi es un sinsentido que iguala esta lucha al holocausto. Nace del miedo a que las oprimidas pasen a ser las nuevas opresoras.
Para acabar con esos miedos y prejuicios voy a ofrecerles datos que demuestran que las feministas tienen buenas razones para abogar por un proyecto igualitario y demostrar que necesitamos más mujeres líderes que sean modelos aspiracionales para las siguientes generaciones, que debemos derrocar el concepto erróneo en el que las mujeres para crecer profesionalmente deben emular a los hombres y que el sistema debe cambiar y adaptarse para ser incluyente y diverso.
En pleno siglo XXI, la desigualdad de género sigue existiendo y mucho de lo que vemos hoy como algo normal, el voto, poder ir a la Universidad, ser consideradas ciudadanas, poder tener pertenencias y trabajar, lo pelearon nuestras antecesoras. Mi hija de ocho años me pregunta: ¿mamá por qué hablas tanto de mujeres? Le digo: porque queremos la igualdad. Ella me dice: ¡pero si somos iguales!
No. Nos sentimos iguales, pero lastimosamente no nos tratan como a iguales y eso uno lo va descubriendo a lo largo de su vida. Mi momento crucial para descubrirlo fue la Universidad. Antes de eso estudiaba en un colegio de solo mujeres y no me daba cuenta de que la voz de un hombre tenia más resonancia en los profesores que la mía. Recuerdo a un profesor decir en el primer semestre: ustedes tres que están sentados en primera fila tienen una cara de economistas… Eran tres hombres y yo estaba justo al lado. Esos tres hombres no terminaron la carrera, varias mujeres de esa clase hicimos un doctorado en economía.
Y mi caso no es ni aislado ni especial. Las mujeres de todo el mundo nos enfrentamos a brechas en todos los aspectos del mercado laboral remunerado. Nuestra participación laboral es menor a la de los hombres en todos los países del mundo. ¡En todos! Y un dato curioso: el país con la mayor participación de mujeres en el mercado laboral es Ruanda, con el 86%. Y la explicación es deprimente: la guerra civil que hubo en el 94. Una masacre donde mataron y violaron cientos de miles de personas, pero que, paradójicamente, les abrió un espacio a las mujeres para unirse y demandar más poder de participación. Para mi siempre ha sido un enigma que tenga que suceder una tragedia para que el poder de negociación de las mujeres aumente.
Si nos fijamos bien, en cada uno de los indicadores, las mujeres están rezagadas. Durante los últimos 27 años, la brecha de género en el empleo se ha mantenido intacta en el mundo. En la gran mayoría de los países, tenemos un desempleo mayor para mujeres que para hombres y una brecha salarial que disuade a las mujeres de participar en el mercado laboral. Todo esto a pesar de que la brecha en educación entre hombres y mujeres se haya cerrado en la mayoría de los países e incluso se haya reversado. En América Latina, por ejemplo, hoy las mujeres tienen más años de estudio que los hombres. Lo que indica que las mujeres no obtienen los mismos beneficios laborales que los hombres por su educación.
También hay una marcada segregación ocupacional, donde en la industria prevalecen los hombres y en los servicios las mujeres. Casi que desde que nacemos, sin importar nuestras habilidades, estamos determinados socialmente a quedar en un sector masculinizado o feminizado. Uno de los grandes problemas es la falta de modelos aspiracionales, personas con las que nos podamos identificar y querer seguir sus pasos.
Cuando estamos escogiendo una carrera o un camino laboral, no podemos imaginarnos en unos roles específicos porque no encontramos la imagen de alguien con quien nos podemos relacionar. La imagen que vemos de los científicos suele ser la de un hombre y, cuando pasan una carrera de ciclismo en la televisión, mi hija, por ejemplo, me pregunta: ¿mamá y por qué no hay mujeres? Eso cala en las aspiraciones que tienen las niñas y niños.
Hay que romper esos moldes que nos encasillan. Nosotras también podemos tener cara de economistas, desde el primer semestre de universidad. Por ejemplo, hay un artículo del New York Times en el que un padre alemán contaba que sus hijas le preguntaban si los hombres podían ser presidentes, porque toda la vida habían visto a Ángela Merkel en ese papel. Entonces si podemos cambiar los imaginarios.
La nueva literatura ha mostrado que la interacción con mujeres carismáticas y exitosas aumenta la cantidad de estudiantes mujeres que quieren estudiar economía, una carrera, por cierto, bastante masculinizada. Existen unos techos de cristal que impiden que muchas mujeres puedan ser visibles y que lleguen a ocupar puestos directivos. No es que falten mujeres competentes, sino que se enfrentan a muchos obstáculos y, es por eso, que hay campo para hombres que no son competentes, lo que puede explicar el exceso de lideres narcisistas y demasiado confiados. Entonces tenemos una escasez de mujeres a las que podamos mirar como modelos aspiracionales.
Para solucionar este desbalance, muchos países han implementado cuotas de género en el sistema político. Sin embargo, esas cuotas no son comunes en las empresas y sí bastante controversiales. En Noruega, por ejemplo, se formó una polémica enorme pues creían que llegarían mujeres no muy calificadas, pero la atención que se despertó con las cuotas hizo que llegaran las mujeres más calificadas y que desplazaran de las juntas a hombres menos calificados y a las esposas, hijas o mujeres que estaban ahí por motivos distintos al mérito. Tener juntas más diversas tuvo otro efecto positivo: la brecha de género en los ingresos disminuyó, sobretodo por los altos salarios de las mujeres en las juntas.
Nada es perfecto y ocurrió algo parecido a lo que pasa en tantas revoluciones: todo cambia para que casi nada cambie. Las mujeres en las juntas mejoraron sus salarios y su poder, pero las condiciones de las demás mujeres de esas empresas siguieron igual.
Acá surge un tema que me parece clave: reconocer que nosotras también podemos ser parte del problema. Pueden surgir nuevos modelos aspiracionales como el de estas mujeres poderosas, pero si muchas de ellas no son pro-mujeres y se olvidan de promover la igualdad, el sistema va a seguir excluyendo a las demás mujeres.
El sistema laboral premia características estereotípicamente “masculinas”, ser fuerte, ambicioso, autosuficiente y autoritario, sobre algunas que son relacionadas con lo “femenino”, como la empatía, la sensibilidad, la lealtad, el cuidado y la colaboración. Hay que aclarar que esas características no son intrínsecas a ninguno de los sexos, como nos lo recuerda la economista Julie Nelson. Sin embargo, algunas investigaciones encuentran que, en todas las ocupaciones, las mujeres con esos rasgos de personalidad “masculinos” tienen una ventaja para acceder a altos cargos, en comparación con las que exhiben rasgos de personalidad “femeninos”.
Parecería, entonces, que para hacer parte del sistema y ser exitosas tenemos que asumir un tipo de liderazgo como el que han ejercido tradicionalmente los hombres: el del líder autoritario y autosuficiente.
Incluso, algunos programas dentro de las empresas que buscan fomentar a las mujeres terminan tratando de modificar su comportamiento para adaptarse al sistema. ¿No debería ser al revés? ¿Que el sistema cambie para fomentar esos nuevos liderazgos y crear ambientes laborales más incluyentes y menos hostiles?
Hay evidencia reciente que muestra que, si bien las mujeres están menos dispuestas a competir que los hombres, sí son dadas a mejorar su propio desempeño como cuando un atleta entrena para batir sus propios récords. Esto es interesante, ya que las desigualdades resultantes de que las mujeres se alejen de los entornos competitivos podrían superarse si se cambian las dinámicas competitivas de su entorno y se las impulsa a sacar lo mejor de sí mismas.
En vez de competir a muerte, podríamos buscar formas donde se impulse el crecimiento personal y cada cual logre llegar a su máximo potencial. Esto podría fomentar el trabajo en equipo, reducir los entornos tóxicos y los problemas de salud, como la frustración y la ansiedad, e impulsar a más mujeres.
Finalmente, volvamos a los modelos aspiracionales, como los que nos pintan las películas infantiles y en particular a un personaje que está de moda entre las niñas y adolescentes: Cruella de Vil.
Cruella de Vil, para quienes no han visto la película, es una diseñadora de moda que caza cachorritos para convertirlos en abrigos. En su última versión, Disney cuenta cómo pasó de ser una pobre huérfana a una famosa y adinerada diseñadora de moda; pero ojo, pasando por encima de todo el mundo, incluida su mayor rival y enemiga: su propia mamá.
Cruella finge luchar contra el sistema, pero termina convirtiéndose en lo que rechazaba. Se convierte en la abeja reina que sube con dificultad y como le tocó muy duro, al estar arriba, empuja a todas las demás mujeres hacia abajo y ejerce un liderazgo tóxico. Ahora, yo me pregunto: ¿qué pasa con el personaje de Anita? Una profesional inteligente y amable, pero que termina teniendo un papel incluso menos protagónico del que tenía en la película anterior. Después de ver la película, nadie quiere ser como ella. Quieren ser como Cruella y se le da glamour al liderazgo basado en el maltrato.
Tenemos que buscar nuevas formas de liderazgo. No es el que más grite, ni aplaste al otro. Que no nos vendan que para ser exitosas tenemos que ser tiranas. Podemos apoyarnos, ser mentoras de las que vienen detrás. La sororidad fomenta liderazgos colectivos donde se avanza sin oprimir. Esa es la única manera de romper los techos de cristal y que sus efectos se multipliquen para el resto de las mujeres.
Editora: Tatiana Mojica